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    La nueva guerra en contra de la mala calidad del aire

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    En enero de 1912, en lo más duro del invierno de Nueva York, se inauguró un complejo de apartamentos poco común en el lado este de la ciudad.

    El complejo East River Homes fue diseñado para ayudar a las familias pobres a protegerse de la tuberculosis —una temible enfermedad que se transmite por el aire— al darle un giro a las viviendas oscuras y mal ventiladas. Los pasillos llevaban desde la calle a espaciosos patios interiores, donde las escaleras al aire libre llegaban a cada apartamento. Las ventanas de piso a techo daban a balcones donde los residentes enfermos podían dormir. Las azoteas atraían a los inquilinos al exterior porque tenían pórticos cubiertos y sillas reclinables en las que convalecían los pacientes con tuberculosis.

    “Se cree que este tipo de vivienda no solo sirve como una ayuda eficiente en el tratamiento concreto de casos de tuberculosis inicial, sino que un beneficio todavía mayor será su incidencia como medida de prevención”, escribió Henry Shively, quien dirigía una clínica de tuberculosis y desarrolló la idea del complejo.

    Una de las lecciones fundamentales de la pandemia de la COVID-19 es que el aire fresco es importante. Pese a que al principio las autoridades estaban renuentes a reconocer que el coronavirus se transmitía por el aire, pronto fue evidente que el virus se propagaba con facilidad a través del aire en espacios cerrados. Cuando la pandemia se prolongó, los especialistas comenzaron a exhortar a los administradores de inmuebles a que aumentaran sus sistemas de ventilación y a los estadounidenses a que dejaran las ventanas abiertas. El mensaje era que un edificio bien ventilado podía ser una defensa contra la enfermedad.

    No era una idea novedosa. Hace más de un siglo, cuando las enfermedades infecciosas asolaban las ciudades de Estados Unidos y Europa, los reformadores de la salud pública pregonaban el poder de la ventilación y comenzaron a construirse casas, hospitales y escuelas al aire libre en Nueva York, Londres y otros lugares a ambos lados del Atlántico.

    Pero durante el siglo pasado, la sociedad abandonó esa idea. Los avances científicos hicieron que los virus fueran problemas que se podían resolver a nivel individual y biomédico con medicamentos y vacunas y no a través de infraestructura o cambios de la sociedad. Los horizontes se llenaron de torres con aires acondicionados. Una crisis energética alentó a los ingenieros a sellar herméticamente las estructuras. Y, para cuando llegó el coronavirus, los estadounidenses pasaban los días en escuelas, oficinas y casas que casi no recibían oxígeno.

    “Así que contraemos un virus que se propaga casi por completo en espacios cerrados y se topa contra nuestra infraestructura que sabemos que no está diseñada para proteger la salud”, señaló Joseph Allen, experto en edificios saludables en la Escuela de Salud Pública T. H. Chan de la Universidad de Harvard.

    Tres años después, muchos estadounidenses tienen una nueva opinión, ganada a pulso, de los beneficios del aire limpio para la salud. Pero a algunos especialistas les preocupa que las lecciones no se aprendan. La emergencia de salud pública de la COVID-19 ya ha terminado y la población centra su atención en otras amenazas que se transmiten por el aire, como el humo cáustico de los incendios forestales que en fechas recientes ha asfixiado a muchas ciudades del este. Debido a estos acontecimientos, podría ser tentador volver a sellar nuestros edificios.

    Según los especialistas, eso sería un error, sobre todo en una era en la que con seguridad habrá más pandemias y crisis de la calidad del aire. Ellos afirman que, con el fin de estar mejor preparados para el futuro, tendremos que evitar las equivocaciones del pasado.

    “Hay una verdadera historia de olvido, sobre todo en Estados Unidos”, comentó Sara Jensen Carr, una arquitecta de la Universidad del Noreste que estudia el vínculo entre el diseño y la salud. “Creo que estamos a punto de volver a olvidar la importancia del aire fresco”.

    En la ciudad del siglo XIX, las enfermedades infecciosas —tuberculosis, cólera, viruela, fiebre amarilla, tifoidea— eran un peligro constante. Muchos aspectos del inmundo entorno urbano, como sus alcantarillas desbordadas y la falta de agua limpia para beber, propiciaban estos brotes. Pero también tuvo la culpa la mala ventilación.

    En las tristemente célebres viviendas de Nueva York de esa época, muchas de las habitaciones no tenían ventanas al exterior y, en ocasiones, los edificios estaban tan juntos que una ventana abierta no ofrecía mucho viento. Las condiciones eran especialmente sombrías en los apartamentos de los sótanos. “Su ambiente fétido y húmedo, como de sepulcro, al que nunca le llegaba el aire puro ni la luz solar era un mejor recipiente para los muertos que para los vivos”, escribió en un informe de 1853 la Asociación para Mejorar las Condiciones de los Pobres.

    La teoría microbiana todavía no había alcanzado una aceptación generalizada; más bien, la teoría tradicional del miasma sostenía que la enfermedad era el resultado del “aire de mala calidad”. Así que los reformadores sanitarios comenzaron a exigir la renovación de los espacios urbanos, como las mejoras de la ventilación. “Un buen suministro de aire fresco, a una temperatura adecuada, es el primer requisito para la salud en todos los lugares”, escribió en un informe publicado en 1865 la Asociación de Ciudadanos de Nueva York.

    Nueva York emprendió una variedad de reformas, entre ellas, limitar los apartamentos no ventilados y subterráneos, exigir ventanas al exterior y proporcionar más espacio entre los edificios. Otras ciudades y estados elaboraron nuevos códigos de construcción y criterios de ventilación. “La ventilación va junto con la higiene”, declaró el presidente de la Sociedad Estadounidense de Ingenieros de Calefacción y Ventilación en 1895 durante la reunión anual de esta organización.

    (Los reformadores no fueron del todo virtuosos en sus motivos. En parte fueron impulsados ​​por el deseo de sofocar el malestar social, y la asociación de los barrios pobres con la enfermedad y el desorden también condujo a la eliminación de asentamientos informales).

    Reformas similares también fueron implementadas en los hospitales gracias, en parte, al trabajo militante de Florence Nightingale, la enfermera británica que estuvo apostada en un hospital militar con poca higiene durante la guerra de Crimea en 1854. Esta enfermera, quien creía en el poder curativo del “aire del exterior”, ayudó a popularizar los hospitales con pabellones, que contaban con salas largas y angostas que tenían una hilera de ventanas grandes y abiertas a lo largo de cada muro.

    “Todo el edificio está diseñado para favorecer el movimiento del aire fresco”, señaló Annmarie Adams, una historiadora de arquitectura en la Universidad McGill.

    El aire del exterior llegó a ser parte del régimen de tratamiento para la tuberculosis, cosa que motivó el diseño de los sanatorios y propició un movimiento de escuelas al aire libre que promovía que los alumnos asistieran a clases en las azoteas, tiendas de campaña y ferris.

    Cuando llegó la pandemia de la gripe española en 1918, los funcionarios ampliaron el enfoque, dijo E. Thomas Ewing, historiador de Virginia Tech. Algunas aulas convencionales comenzaron a funcionar con las ventanas abiertas, aparecieron hospitales temporales al aire libre y los periódicos anunciaron “mosquiteras de invierno” recomendadas por médicos.

    En Chicago, los inspectores sanitarios comprobaron la ventilación de las iglesias. “Muchos clérigos sustituyeron sus textos regulares por el tema de la epidemia y casi todos entretejieron los poderes curativos del aire fresco y la luz del sol en sus sermones”, señaló el departamento de salud pública en un informe de 1919.

    Es difícil demostrar que los edificios mejor ventilados marcaron la diferencia. Las tasas de mortalidad, tanto en general como por enfermedades específicas, como la tuberculosis, disminuyeron después de que Nueva York implementó reformas sanitarias radicales, pero este cambio no solo se puede atribuir a la ventilación.

    Sin embargo, en las décadas posteriores numerosos estudios han concluido que mejorar la ventilación, incluido impulsar la ventilación natural abriendo puertas y ventanas, puede reducir el riesgo de transmisión de numerosas enfermedades infecciosas, incluidas la tuberculosis y la influenza. En un estudio reciente, los investigadores ubicaron a pacientes de COVID-19 en una cámara controlada; cuando aumentaron la ventilación, se redujo la carga viral en el aire.

    Pero incluso cuando la cura del aire fresco ganó terreno, otros avances prepararon el escenario para su desaparición.

    A medida que la ciencia avanzaba, medidas como el lavado de manos y la desinfección química se convirtieron en estrategias clave para reducir la propagación de patógenos, particularmente en entornos como los quirófanos. Durante un tiempo, este enfoque coexistió con la estrategia al aire libre. “Algunos hospitales tenían salas de aire fresco en un lado”, dijo Jeanne Kisacky, historiadora de arquitectura independiente, “y las salas cerradas para los pacientes quirúrgicos en el otro”.

    Pero los hallazgos médicos pronto inclinaron la balanza: los antibióticos y las vacunas se convirtieron en formas altamente efectivas de controlar las enfermedades infecciosas, haciendo que algo tan simple como una ventana abierta pareciera un detalle pintoresco.

    “En escuelas y hospitales, lugares de trabajo y hogares, este deseo de aire fresco ha sido suplantado por otras prioridades”, dijo Carr, el arquitecto. “La principal de ellas: el control del clima”.

    El aire acondicionado, inventado en 1902, se expandió rápidamente después de la Segunda Guerra Mundial. Al mismo tiempo, el público comenzó a notar que el aire exterior no siempre era fresco; eventos de esmog altamente peligrosos que duraron varios días cayeron sobre ciudades y pueblos. A mediados del siglo XX, las opiniones sobre el aire exterior habían cambiado.

    “Pasas de Nightingale con, ‘El aire es un regalo de Dios para el hombre, es natural, es saludable’, a ‘Está lleno de polvo y suciedad, y no lo queremos sin filtrar’”, dijo Kisacky.

    El cambio de la salud a la comodidad también se reflejó en los estándares de ventilación, que comenzaron a enfatizar la calidad del aire interior percibida al traer suficiente aire exterior para garantizar que los edificios no apestaran. Las tasas de ventilación cayeron y luego se desplomaron aún más durante la crisis energética de la década de 1970, cuando los edificios se sellaron más herméticamente. “De hecho”, dijo James Lo, ingeniero arquitectónico de la Universidad de Drexel, “antes de la COVID-19, gran parte del esfuerzo enfocaba en tratar de reducir la cantidad de ventilación porque la gente no quiere gastar energía”.

    Hoy en día, en Estados Unidos, la Sociedad Estadounidense de Ingenieros de Calefacción, Refrigeración y Aire Acondicionado (o ASHRAE, por su sigla en inglés) establece normas de la calidad del aire en interiores ampliamente utilizadas y especifica los índices mínimos de ventilación. Según los expertos, en la práctica, estos índices rigen la manera en que se diseñan los edificios y no cómo son gestionados en el día a día, y muchas estructuras proporcionan menos aire puro del que fueron diseñadas para ofrecer.

    Las normas definen que la calidad del aire aceptable en interiores es el aire que no contiene niveles “nocivos” de “contaminantes conocidos” y con los cuales están satisfechos al menos el 80 por ciento de los residentes. Pero no se enfocan en las enfermedades infecciosas.

    “No dice nada acerca de ‘¿Este nivel de la calidad del aire nos protege del riesgo de contraer alguna infección cuando haya influenza estacional o alguna nueva epidemia como la covid?’”, comentó William Bahnfleth, ingeniero de construcciones en la Universidad Estatal de Pensilvania y presidente del grupo de trabajo de ASHRAE para las epidemias.

    Eso está cambiando. ASHRAE está desarrollando un nueva norma enfocada en reducir la transmisión de patógenos en el aire que se aplica tanto a los edificios nuevos como a los existentes. No solo cubre la tasa de intercambio de aire, sino también el uso de filtros y limpiadores de aire, que pueden ser formas muy efectivas de eliminar partículas nocivas del aire. (Las pautas de ventilación actualizadas de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades también incluyen filtros y purificadores de aire).

    Aunque la atención se centra en las enfermedades infecciosas, muchas de estas mismas estrategias deberían brindar protección contra el humo de los incendios forestales u otros contaminantes que pueden filtrarse en los edificios. Pero es poco probable que las nuevas recomendaciones hagan una gran diferencia a menos que sean incentivadas o aplicadas de alguna manera, dijo Bahnfleth. Además, señaló que hay poca regulación gubernamental sobre la calidad del aire interior. Alguna entidad gubernamental “debe asumir la responsabilidad”, dijo.

    Tenemos una oportunidad para librar una nueva guerra contra el aire de mala calidad, dijeron los expertos, una que será ayudada por herramientas y tecnologías que no estaban disponibles para los reformadores sanitarios del siglo XIX. Pero la intuición clave y el espíritu animoso no han cambiado. “Nuestros edificios”, dijo Allen, de Harvard, “deben ser vistos como una herramienta de salud pública”.

    Emily Anthes es reportera de The New York Times; se enfoca en ciencia y salud y cubre temas como la pandemia de coronavirus, las vacunas, las pruebas para el virus y el covid en niños.


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